Antes de entrar permita salir

ANTES DE ENTRAR PERMITA SALIR

Habrá que esperar al que sigue. Era físicamente imposible entrar en ese vagón. Ni siquiera una niña como tú hubiera alcanzado un lugar. Se movió el vagón y nos miramos. Sin planearlo, comenzó un duelo de miradas incómodas entre los que iban al este y los que iban al oeste, separados por las vías del metro. Naturalmente, el ganador era el lado que se fuera primero de la estación. Empezaron los chiflidos de desesperación.

(A pesar de que los mexicanos tienen fama de impuntuales, aquí la gente se enoja y chifla cuando algo se retrasa. Por ejemplo, en el cine antes de empezar una película o antes de un concierto).

Suenan las vías. Los de cada lado se asoman a ver el túnel, esperando que aparezca una luz que los declare ganadores: no sabemos si va a la izquierda o a la derecha. La llegada triunfante hacia la izquierda del tren naranja declaró ganadores a los del otro lado. Empezaron los chiflidos de victoria.

Canción para burlarse del prójimo:

¡Lero, lero, candelero!

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“¡Lero, lero!”, nos chiflaron con ese placer indescriptible que produce presenciar las desgracias ajenas. Pero algo estaba por suceder. Un policía jala la palanca de emergencia. Sus compañeros y compañeras empezaron a pedir amablemente que todos se bajaran del tren. Vagón por vagón, los policías sacan a la gente sin dar explicaciones. Como era de esperarse, los chiflidos de nuestro lado se multiplicaron y entonamos con fuerza la Canción para burlarse del prójimo. ¡Lero, lero! Una señora pone resistencia: “¡Ya bájate, pinche terca!”, le gritan varios. Una pareja pide explicaciones a un policía. El oficial dice algo y les pide que se bajen. La pareja se niega. El vagón se va con una única pasajera: la pinche terca. El gordito de la pareja dice algo al policía que, al parecer, lo hace enojar bastante. Se miran con los ojos más abiertos que nunca. Se acercan y agachan las cabezas manteniendo la mirada. Chocan sus frentes mientras ella trata de separarlos sin éxito. Él suelta el primer golpe y le tira el sombrero al uniformado. El policía responde con un derechazo que conecta con el pómulo izquierdo del gordito terco. Suben la guardia y empiezan a dar vueltas.

Esto es una fiesta. Obviamente, los de nuestro lado le vamos al policía por la profunda enemistad que habíamos desarrollado con los del otro lado —además de que habían llegado por ellos primero, y eso arde. Los del otro lado se acercan para separarlos o ayudar al gordito. A los de este lado no nos parece la intervención arbitraria y empezamos a gritar “¡Pu-tos! ¡Pu-tos!”. Derechazo del policía que impacta la boca del adversario. El gordito lo agarra del chaleco mientras ella lo graba con el celular. Llegó el tren por nosotros.

ANTES DE ENTRAR PERMITA SALIR

Somos como treinta. Vamos casi todos abrazando nuestras imágenes de la Santa Muerte, esperando a llegar a la estación Tepito —es la que tiene un guante de box. Algunas figuras son más grandes que otras. Hay de todos colores y formas: sentada, de pie, con túnicas rojas, blancas, negras. ¡Hoy vimos una Santa en motocicleta! Sal de la estación, camina hacia el norte, cruza la cancha de frontón y te vas todo derecho para llegar directo al altar de Alfarería 12. Es domingo, día primero del mes: hoy hay rosario. Empiezan a llegar familias, viejitos, parejas y grupos de jóvenes a esa casa modesta en la calle Alfarería. Los mariachis empiezan con Las mañanitas.

—A ver, todos, ya va a empezar el rosario. Si alguien se va a salir, sálgase de una vez porque están estorbando. Quítense para que dejen salir— dijo doña Queta sosteniendo el micrófono con su mano izquierda —¿Nadie sale ya? Perfecto. ¿Se acomoda, señorita? Se acomodan todos de frente hacia el altar para comenzar el rosario. Nomás acuérdense que no me vienen a rezar a mí, sino a ella.

Doña Queta está vestida como siempre: delantal de cuadritos, encima de un vestido que le llega a las rodillas, zapatos abiertos negros. Su cabello es corto y oscuro, excepto por un mechón de canas en la frente.

Está anocheciendo y la calle Alfarería está llena. Ves a un par de camarógrafos filmando el ritual de cerca, uno casi en la cara de doña Queta. Tratas de no pisar los pequeños altares que se ponen en el piso, pero lo querías ver de cerca. Así que rodeaste el pedazo de la calle que estaba lleno de flores —un semicírculo cercado enfrente del altar— y encontraste un mejor lugar. Siguió doña Queta:

—Contesten, por favor, porque ahora necesitamos tanta oración para tanta gente que está mal, aquí y en otros países. Gracias a Dios estamos bien nosotros, con nuestros problemas y todo, pero hay gente que está muy mal. Así que ora vamos a pedir por esa gente, crea o no crea, porque la Muerte siempre va a estar con ellos. Porque cuando nacemos, ya nacemos con la Muerte. Si nos quitamos el pellejito pues somos un esqueleto y es una señora. Pero les repito: primero está Dios, y después está nuestra Santa Muerte. Primero Dios. Ora sí, vamos a empezar el rosario.

La Sra. Queta le dio el micrófono a un hombre joven de voz aguda y camisa holgada para que diera el rosario. Creemos que a ella ya no le gusta darlos. Doña Queta se sienta frente al altar, dándole la espalda a la Santa Muerte detrás de la vitrina. El hombre de camisa holgada primero pidió permiso a Dios para invocar el espíritu de la Santísima Muerte y después oramos. Él decía algo y nosotros lo repetíamos.

Señor, ante tu divina presencia,

Dios Todopoderoso,

Padre, Hijo y Espíritu Santo,

Te pido permiso para invocar

a la Santísima Muerte, mi Niña Blanca.

Quiero pedirte de todo corazón

que destruyas o rompas todo hechizo,

encantamiento y oscuridad

que se presente en mi persona,

mi casa, trabajo y camino.

Santísima Muerte, quita todas las envidias,

pobreza, desamor y desempleo.

Te pedimos de todo corazón y de caridad

que con tu bendita presencia alumbres mi casa,

mi trabajo y la de mis seres queridos,

dándoles amor.

Bendita y alabada sea tu caridad,

Santísima Muerte.

Así sea, así se haga, y así será.

Padre nuestro que estás en el cielo… Dios te salve María, llena eres de gracia…

Terminando el rosario, se hace una fila para pasar a ver a La Grande, que está en su vitrina. Algunos nos hincamos un segundo, nos persignamos y hablamos con ella. Otros nos besamos la mano y tocamos el vidrio, para ponerlo como estampa. Los demás dejamos cigarros y chocolates. Una mujer te da un dulce (parece que trae para todos). Doña Queta tomó el micrófono.

—Joven, ¿deja de activar? O váyase a su casa. Aquí no vengan a activar, enséñense a respetar el altar, porque se ven de la chingada. Y todos los que están activando váyanse a activar a su casa, ahí enfrente de su madre. Aquí yo tengo muchos niños que vienen y que no les gusta ese olor. Aquí es una cosa de respeto y de amor a La Señora, por todos los milagros que nos hace, y ustedes vienen aquí a hacer sus pendejadas.

El esposo de doña Queta se acerca, le acaricia el brazo y le dice algo al oído. No parece muy preocupado.

—¡Váyanse a su casa! Pónganse hasta las chanclas, pero aquí no vengan a hacer sus idioteces. Gracias— y la Sra. Romero soltó el micrófono.

(¡Aváncele, aváncele! A ver, güey, muévete, por acá. Oye, Daniel, ¿qué es eso de activar? Mira, cuando compran sus imágenes ellos no creen que el espíritu de la Santa Muerte ya está ahí. Para “activarla” y que sea suya, fuman mota y le soplan el humo en la cara. Ah ok, ¿por eso dijo lo del olor? Sí, por la marihuana. Pues que compartan, ¿no? ¡Ja! No te creas, no te creas.)